miércoles, 29 de octubre de 2014

El árbol de la ciencia del Bien y del Mal


En estos tiempos de grandes discusiones morales donde variadas reglas parecen ser puestas a consideración de diversos expertos conviene volver al origen, al Génesis, al Bereshit. Y allí, hablando de problemas morales, puede encontrarse el origen, génesis o bereshit de todos los problemas morales en el relato del pecado original.

Sobre el pecado original pueden encontrarse, tanto en el marco de la teología católica como en el de las religiones comparadas así como las diferentes vertientes filosóficas, infinidad de opiniones, discusiones, herejías, interpretaciones, variaciones, etc. Sin ninguna erudición en el tema (tan sólo con un raquítico catecismo ya oxidado) voy a compartir algunas reflexiones al respecto. De todas las versiones y derivaciones voy a tomar tres núcleos de ideas.

-          El pecado original es un hecho histórico y personal (en cuanto pecado) de los primeros padres y cuyo castigo cae en forma de mancha o pecado original propio en todos los descendientes que requieren de la Redención de Cristo (y su participación en los méritos que es la Gracia Santificante) para borrarla.
-          El pecado original es un relato mítico que explica la presencia del “pecado” en el género humano (Adán no es el nombre del primer padre sino que es el “género humano”). El pecado es, en definitiva, originario de cada hombre o de una multitud de hombres originarios. (herejía poligenista)
-          El pecado original es un pecado social que habiendo sido cometido por los primeros padres mantiene sus “consecuencias” sobre sus descendientes.

De los tres núcleos de ideas es claro que –desde la teología católica- el primero es verdadero y los otros dos son –con distintas graduaciones según su exposición- herejías condenadas por la Iglesia. El segundo es propio de las teorías poligenistas y desvirtúa el sentido y alcance de la idea del pecado original al tiempo que expresamente contradice la idea de que por un hombre entró el pecado y por un Hombre la Salvación. El tercero no es en sí herético (o al menos así enunciado) pero implica una idea (sí herética y ajena a la teología católica) de la posibilidad de existencia de un pecado “social” que se extiende a más de una persona o del pecado individual que extiende su culpa a otras generaciones. Esta idea (no respecto del pecado original pues es considerado simplemente un pecado individual de los primeros padres) es una idea muy propia del judaísmo.

No obstante ello esos tres grupos (y no tantos otros de ideas que sobre el pecado original se han escrito) son los que demarcan el tema en mi interior. Por supuesto que siempre dentro de la ortodoxia -y enmarcados sin negar en nada el primer grupo-, creo que hay ciertos “aspectos verdaderos” (por no decir semen veritatis) en los grupos “descartados”. El pecado original, aunque histórico e imputable a los primeros padres, es germen y explicación de todo pecado en cada individuo. A la vez, los descendientes no sólo lo cometemos individualmente sino que lo hacemos (y lo sufrimos) también de un modo social e “institucional”. Por eso es de gran importancia pensarlo y repensarlo, leerlo y releerlo.

Dios prohíbe la ingesta del Fruto del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Dios le “regala”, pone a disposición y bajo el designio del hombre toda la creación. Sólo le prohíbe decir qué está bien y qué está mal. Dios sólo se reserva la potestad “moral” (y en realidad, para no meternos en una discusión escolástica que duró siglos, mantenemos la cuestión de la potestad en Dios sea en forma arbitraria o según las leyes naturales de su misma creación) de definir el Bien y el Mal. El hombre puede hacer lo que quiera en toda la creación menos “hacer las reglas”. “Hacer las reglas” (o cambiarlas) es atributo divino.

Y el hombre, como la primer rebelión de los ángeles, no aguanta el “no se puede”. En realidad el querer ser como Dios es algo casi indirecto, quiere hacer lo que Dios hace. Y si Dios hace las reglas hay que buscar el modo de poder hacer las reglas (o modificarlas). Es así como al hombre no le importa tanto gozar de la “libertad” de poder hacer lo que quiera, necesita decir que eso está bien. Eso lo hace a nivel individual, social e institucional. Siempre surge la necesidad de adecuar la “regla” a lo que se hace. El hombre insiste con hacer las reglas para poder hacer lo que se le ocurra al tiempo que cumple con la ley. El ojo siempre estará puesto en lo que le falta, en lo que no puede.

La naturalidad de esta búsqueda se me apareció patente hace unos años. Mi hija mayor tenía 4 años recién cumplidos y yo trabajaba en la empresa de mi suegro. Cuando salía ella le pregunta a la madre por qué no podía faltar a lo cual la madre le responde que si no asistía al trabajo mi jefe (el gerente general) me retaría. Al verla tan decepcionada la madre le dijo, “pero el jefe de papá a su vez tiene un jefe, y ese jefe es tu abuelo”. La respuesta de mi hija condensa toda la historia de esta problemática: “pero si el jefe es el abuelo entonces nosotros podemos hacer las reglas”!!!

La Serpiente no nos tienta a hacer el mal, nos tienta con la pregunta ¿por qué está mal? ¿por qué alguien puede decir que eso está mal?

En la tradición judía la Midrash explica que el origen del pecado de Eva está en modificar el precepto. Dios le dice a Adán que no “coman” el fruto, mientras que cuando Eva le contesta a la serpiente que Dios le prohibió “comer y tocar” el fruto. La modificación del mandato divino es lo que dio lugar al pecado. Otra conclusión simpática de la tradición rabínica es que la desobediencia (y la modificación del mandato) se origina en que la prohibición había sido dada a Adán y le llegó distorsionada a Eva. Se agregan muchas palabras, ideas y conjeturas en lugar de analizar qué dijo Dios al respecto…

Esta es la mayor de la batallas de aquél combate singular del que conversamos (y discutimos) hace tiempo.

En fin, no sé por qué se me ocurren estos temas…

Natalio


sábado, 18 de octubre de 2014

Enarrando el salmo 102 (cont. 1)


Bendice alma mía al Señor. Y no olvides todos sus beneficios.

Conectando nuevamente los extremos. 

Beneficio (de facere hacer como artificio, edificio). Lo bien hecho. Es común la unión de la bendición por lo que se hace.  Aunque en la anterior entrada el foco se puso bastante en la palabra, poniendo ya más foco en la tradición judía, hay una íntima relación entre el hacer y la palabra. Correlativamente la misma relación surge profunda en bene-ficio y bene-dicto.
La "parashá" dedicada a Noé (o Noaj) comienza con su historia y termina con la de su descendencia. La plabra "Teivá" (en hebreo y según dicen los judíos porque yo de hebreo no entiendo nada) puede traducirse tanto como "arca" como por "palabra" y en algún modo "arca" y "Palabra" se funden, como la Cruz y el Logos, como vía de Salvación y Nueva Alianza (la primer Alianza se forja, en rigor, con Noé después de la caída de los primeros padres). Y la "parashá" culmina, con los descendientes desobedientes de la alianza que reciben como castigo la pérdida de la Palabra común en la Torre de Babel. La Palabra es al mismo tiempo refugio, castigo, salvación y redención.
En el corazón de las dos oraciones unen el alma y el olvido. 
La idea de "alma" es central para todo oriente e incluso para occidente. "Alma" es el principio vital, lo que mueve, el eje de la vida tanto corporal como espiritual. Occidente “racionalizó” el alma al centrarla en las potencias humanas de “inteligencia y voluntad” separándola en su "análisis" del cuerpo (no es necesario hacer una reseña desde la filosofía griega hasta las vertientes más variadas del cristianismo donde se luce la confrontación entre el cuerpo y el alma). Para el judío el alma es siempre principio o soplo vital, del espíritu y del cuerpo, de todo. Es una sola cosa. Por eso se la asocia al corazón y la sangre. La vida corre por la sangre y se centra en el corazón (esto tiene también origen en la Alianza de Dios con Noé donde la prohibición de comer carne con sangre es porque la vida corre por la sangre). Por eso los judíos no comen carne con sangre, y por eso el horror ante la frase de Cristo “quien no come mi carne y bebe mi sangre”. El alma remite, de nuevo a ese punto de unión entre todo el cuerpo y el espíritu. Y eso vuelve a la íntima relación entre el hacer, lo que existe y el logos pensado y dicho.

Y de aquí surge también, en esa intimísima relación, la importancia del recuerdo y del olvido. Lo que se hace presente y lo que se borra de nuestra mente se borra también de nuestro ser. Del corazón de la palabra olvido (ahora en latín) aparece la idea de algo que se pierde porque no tiene de dónde agarrarse. Ob litus aparece justamente como aquello que se va perdiendo de la presencia. En la misma línea la idea de “litus” como playa es en sí misma una gran idea del olvido, lo dejado en la playa es lo arrasado o destruido (oblittero) por el mar, lo olvidado (ob-litus).

El olvido es una idea recurrente en todo el mundo judío. El olvido es algo que asecha al judío religioso y contra lo cual no se debe cansar de pelear. Como el olvido perenne de Alfonsina o el olvido que tiene memoria de Benedeti, el olvido olvida que olvida. En tierra extranjera el judío no puede olvidar Jerusalén (“si me olvido de ti que se me paralice la mano derecha”), el judío en el desierto no debía olvidar que lo habían sacado de la opresión, el judío en problemas no debe olvidar las proezas del Señor. El olvido quiebra el sustento entero de la Alianza del Sinaí donde Dios mismo cobijó bajo sus alas a todo un pueblo en el Éxodo. El olvido le hace perder la esencia a la religiosidad judía.
Esta lucha por la presencia tiene muchísimas manifestaciones "litúrgicas" en el cumplimiento de los mitzvá por parte del judío. Hay dos que particularmente me resultan de gran simpatía y provecho espiritual.

Una es la de las fiestas de Sucot o fiesta de las tiendas. El mitzvá consiste en construir una tienda en algún espacio exterior y cuyo techo sólo puede ser hecho con determinadas plantas o ramas de árboles. La idea es ponerse en un estado de indefensión para "no olvidar" lo que se pasó en el desierto y la ayuda del Señor. Es una lucha contra el olvido de la necesidad.

La otra es la de Tefilín. El judío al rezar se ata pequeños trozos de la "Torá" en la cabeza y en el brazo a la altura del corazón. La idea es que "no se olvide", no se borre, no se pierda la Palabra del Señor ni de la mente ni del corazón.