
Hay un tema que no pensaba enfrentar. Es de esos que implican demasiados riesgos y responsabilidades que exceden el ámbito del blog. No es la idea crear polémicas estériles sino mostrar, buscar, compartir, discutir diversos caminos que nos lleven a lo alto.
No obstante aquello, en la lectura de un pequeño libro encontré expuestas de un modo brillante (y por alquien con peso y autoridad) las ideas que, muy confusas e inseguras, se me asomaban. El libro es otro de los regalos de mi amigo (además del libro y los cd con los cursos de espiritualidad): "Miremos al Traspasado" de Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Fundación San Juan, San Rafael, 2007 (la cita corresponde a las págs. 124, 125, 126 y 127).
Antes de la cita una pequeña introducción al problema.
Es sabido que con el asunto de la gripe porcina se armó un desbarajuste importante con la comunión en la mano o en la boca.
Sin pretender agotar el tema -y al sólo efecto de explicar la perspectiva de lo que sigue- marco con cuatro puntos cómo veo el asunto:
- Considero que se está olvidando que la regla es la comunión en la boca, mientras que la excepción (en forma de concesión) es la comunión en la mano;
- Me parece inaceptable la prohibición de la comunión en la boca (en todo caso, la solución podría pasar por algunos de los caminos de la cita);
- El asunto de la comunión en la mano tiene un aspecto cubierto por el permiso dado (que es de orden, si se quiere, teológico) y otro no resuelto que es el práctico (la falta de purificación posterior de las manos del comulgante);
- Entiendo que los temas de salud generan miedos y "corridas psicológicas" muy complicadas de manejar y entender.
En lo personal opté por no comulgar si no puedo hacerlo -sin escándalo- en la boca (en el Narek se puede comulgar en la boca sin problemas). Esto último, es decir, el no comulgar al estar entre la espada y la pared de "comulgar en la mano o no comulgar", es lo que me generó reproches y cuestionamientos por parte de amigos personales, amigos del blog, etc.
Mi intuición tiene mucho que ver con mi propuesta para empezar la cuaresma sobre la "necesidad de Sed" (que tanta polémica generó allí) y con el último bello texto del Athos: es bueno (y a veces necesario) recobrar la necesidad de la Eucaristía y la inmensidad perdida en la rutina mediante el "ayuno de Dios".
Por el mismo camino va la cita (subrayo las partes que más me dejan pensando):
En este contexto, me urge una reflexión de carácter más general y pastoral. Cuando Agustín presentía cercan a su muerte, se "excomunicó" a él mismo, asumiendo sobre sí la penitencia eclesial. En sus últimos días, se puso en solidaridad con los pecadores públicos, que buscan el perdón y la gracia padeciendo la renuncia a la comunión. El quería encontrar a su Señor en la humildad de aquellos que tienen hambre y sed de justicia, sed y hambre de Él, el Justo y Misericordioso. Visto sobre el trasfondo de sus prédicas y escritos -que describen de un modo maravilloso el misterio de la Iglesia como comunión con el Cuerpo de Cristo y como Cuerpo de Cristo a partir de la eucaristía-, ese gesto último es conmovedor. Y cuanto más reflexiono sobre ese gesto, más justo y más inquietante lo siento. ¿No nos resulta hoy a menudo demasiado fácil recibir el santísimo sacramento? ¿No sería a veces más útil, o incluso necesario, un ayuno espiritual semejante para profundizar y renovar nuestra relación con el Cuerpo de Cristo?
La Iglesia antigua conocía una práctica altamente expresiva en ese sentido. Ya desde el tiempo apostólico era parte de la espiritualidad de la comunión de la Iglesia el ayuno eucarístico durante el Viernes Santo. Precisamente, la renuncia a la comunión en uno de los días más santos del año litúrgico, que era celebrado sin misa y sin comunión de los fieles, era un modo de participar en la pasión del Señor: en el luto de la Esposa, a la que le fue quitado el Esposo (cf. Mc 2,20). Yo pienso que también hoy ese ayuno eucarístico, cuando es meditado y también sufrido, sería conveniente, en ocasiones determinadas y cuidadosamente consideradas, por ejemplo en días de penitencia (¿por qué no nuevamente el Viernes Santo?) o de un modo especial en las grandes celebraciones litúrgicas públicas, en las que le número de los participantes no permiten a menudo un a digna administración del sacramento, de modo que la renuncia a él podría expresar un amor y una reverencia mayores al sacramento que una práctica que se contrapone a la majestad del acontecimiento. Un tal ayuno -que por supuesto no puede ser arbitrario, sino que ha de estar ordenado según la guía espiritual de la Iglesia- podría contribuir a profundizar la relación personal con el Señor en el sacramento. Podría ser, también, un acto de solidaridad con todos aquellos que están animados por el deseo del sacramento, pero que no pueden recibirlo. Me parece que el problema de los divorciados en segundas nupcias y también el problema de la intercomunión (por ejemplo: los matrimonios mixtos) serían mucho menos pesados y gravosos, si tales ayunos espirituales voluntarios visiblemente reconocieran y a la vez expresaran que todos nosotros dependemos de aquella "salvación y curación del amor" que el Señor ha cumplido en la extrema soledad de la cruz. Naturalmente, yo no quisiera recomendar un regreso a una especie de jansenismo: el ayuno presupone la situación normal del comer en la vida espiritual como en la vida biológica. Pero, de vez en cuando, nosotros necesitamos una medicina contra la caída en la mera costumbre y en su trivialidad espiritual. A veces necesitamos padecer hambre -físico y espiritual- para comprender de un modo nuevo los dones del Señor y para entender el sufrimiento de nuestros hermanos que padecen hambre. El hambre espiritual y el físico pueden ser vehículo del amor.
Natalio